lunes, 1 de diciembre de 2008

Padres contra profesores

Algunos progenitores se congracian con el hijo mostrando lo que son capaces de «hacer por él»
No sólo los alumnos acosan a sus profesores. También hay padres que contribuyen activamente al malestar extendido entre el sufrido gremio docente. En el Informe Estatal del Defensor del Profesor 2008, recientemente hecho público por un sindicato de trabajadores de la enseñanza, se constata que durante el curso 2006-2007 las amenazas recibidas de padres y madres crecieron en un 24% respecto del año anterior. El que los casos sigan siendo contados -de todas las llamadas de ayuda al teléfono de apoyo al profesor, apenas un 11% tenía su origen en atropellos causados por presión o violencia de los progenitores- no resta gravedad a un fenómeno que, alarmismos aparte, viene a complicar más la ya de por sí atribulada condición de los educadores.
Para los más apocalípticos, es un síntoma más del desmoronamiento de un sistema que hace agua por todas partes. Al fracaso escolar, la violencia generalizada en las aulas y la caída en picado de la calidad educativa, se suma la paulatina pérdida de autoridad de unos profesionales que en pocos años han pasado de ser los intocables en la estructura escolar, los poseedores de la vara de mando, a ocupar el puesto subalterno de unos operarios desamparados, sometidos a los vaivenes de leyes erráticas y a los antojos del resto de agentes, desde las administraciones hasta los propios alumnos.
El Informe reclama, en este sentido, la recuperación de la autoridad perdida mediante leyes que impongan severos castigos a los agresores, en la línea ya trazada por algunas recientes sentencias judiciales. A efectos penales, el profesor goza hoy en España de la misma condición que un agente del orden, y, en consecuencia, cualquier acto de violencia contra su persona puede estar castigado con un mínimo de un año de cárcel.
Pero tipificar como 'atentados' las agresiones contra los profesores no va a resolver un problema que hunde sus raíces en los cambios culturales. Una sociedad descuidada del papel de la educación, poco dispuesta a fomentar los valores positivos del esfuerzo y el aprendizaje, empeñada en destruir fuera de las aulas lo que se va construyendo en ellas, difícilmente cerrará la grieta que a menudo se abre entre las dos principales referencias de autoridad del niño: sus progenitores por un lado y sus maestros por otro. Lo que antes era cooperación, ahora es desconfianza.
Desconfianza
El recelo y la discordia han sustituido a la confianza mutua. Una de las quejas más generalizadas entre los docentes apunta a la dejadez paterna en lo que a la preocupación por los estudios de sus hijos se refiere. Por el otro lado, la gran mayoría de padres y madres atribuye la mala educación de sus hijos a la supuesta indisciplina que se ha enseñoreado de unos colegios donde los profesores consienten todo tipo de desmanes con tal de no tener problemas con sus alumnos.
Quizá la hostilidad es recíproca, por tanto. Pero no se sabe de ningún docente que haya golpeado, herido o amenazado a un padre o una madre, y sí al revés. ¿Qué conduce a un progenitor a dirigirse al centro escolar de sus hijos y zarandear al maestro que ha suspendido a la criatura o que le ha aplicado un castigo por mal comportamiento? Tiene que haber algo más que falta de sintonía con la escuela. No pocas veces el padre o la madre ven en ese conflicto una oportunidad de 'lucimiento' afectivo ante el hijo que le lanza quejas y reproches por su falta de atención. Así demuestra a éste que es capaz de batirse en duelo por él. Que a la hora de la verdad -y para cierta gente de mentalidad primaria, esto significa la hora de la barbarie- va a dar la cara en su beneficio. Muchos actos violentos son el resultado de una mala conciencia paterna que busca congraciarse con el hijo y demostrándole «lo que es capaz de hacer por él».
En todas las épocas, tanto antes como ahora, los padres han delegado en los mentores la principal responsabilidad en la formación de sus hijos. Pero en sociedades más rígidas y autoritarias esta delegación iba acompañada del permiso y del respaldo absolutos, hasta el extremo de que en el hogar eran apoyadas todas las decisiones escolares por arbitrarias que éstas fueran. Hoy la tendencia se ha invertido de tal manera que los padres ejercen respecto a la escuela un papel inquisidor o incluso opositor muy por encima de los legítimos derechos que les asisten.
Acción educativa
Bien planteada, la actitud crítica de los padres debiera redundar en la mejora de la acción educativa. Conduciría a una mayor presencia de la familia en las decisiones académicas y pedagógicas del centro, aportaría puntos de vista enriquecedores, ofrecería más información acerca de cada alumno en particular, conformaría, en fin, una verdadera «comunidad educativa». Pero las estadísticas siguen mostrando una evidencia desoladora: esa crítica no se traduce en una participación positiva en las decisiones escolares. A las reuniones con los orientadores y tutores asiste una porción mínima de padres y madres. Su presencia en asociaciones y órganos de representación no supera el 10%. Los principales perjudicados por este divorcio entre hogar y escuela son indudablemente los hijos.
Los padres y madres violentos encarnan la parte más inquietante del fenómeno. En las conclusiones del Informe del Defensor del Profesor se insiste en «la tarea irrenunciable de los padres en la educación de sus hijos», así como en la exigencia de colaboración de aquéllos con los docentes, y en la necesidad de una mayor protección legal del profesor. Quizá sean propuestas demasiado simplificadoras de una realidad tan compleja como la de la escuela. Pero a ras de suelo pueden servir para parar los pies a más de un progenitor exaltado. Ya que no nos preocupamos del respeto a nuestros profesores, al menos preocupémonos de salvarles el pellejo.